A
Susana la semana se le había hecho larga, muy larga. Las
tardes en la oficina habían sido
interminables. “Os pedimos un esfuerzo extra que por supuesto más tarde será recompensado. Tendréis que venir incluso el
sábado por la tarde, se os recompensará”. Esas habían sido las palabras de su jefe y el pistoletazo de salida de 6 días de trabajo intenso. Era
domingo y no tenía nada que almorzar. No había tenido ni tiempo ni ganas para dejar algo
preparado en la nevera. Sin el socorrido
tupper a la vista Susana se hizo una ensalada.
Pensó en el aliño. Ya estaba preparada para afrontarlo. Esta vez no sería
salsa de yogur, tampoco
roquefort ni la
vinagreta de siempre las que dieran un toque de sabor a
tan delicioso plato, esta vez sería el aceite con
trozos de pimiento que le regaló él. Nada más llevarse la primera hoja de lechuga a la boca lo vio, en su mente aparecían escenas de esos años que pasó en
Roma con Paolo, sus largos paseos por aquellas
calles con encanto, los
momentos de pasión vividos con él, las
noches de ternura, los
besos húmedos e interminables…
El aceite era él. Pero a pesar de los nítidos recuerdos que se habían instalado de por vida en la
mente y en el corazón de Susana, ella sabía que estaba curada. Siguió comiendo y Paolo
desapareció, sólo quedó Roma. Susana había
superado la prueba.
Cris pidió una ensalada. Necesitaba algo ligero en el cuerpo después de la
noche de excesos que había pasado. Primero fue la cena, en la que dio rienda suelta a su gusto por la comida y por qué no decirlo a las
patatas fritas, ganchitos, pizza, coca-cola y pastelitos, después las copas habían terminado de ponerle el estómago un poco del revés. Sin embargo Cris estaba contenta,
era feliz. Hacía mucho que no se veían y lo habían pasado en grande. Cada una había
hecho su vida y cada vez se hacía más complicado ponerse de acuerdo. Por fin, después de varios intentos,
llamadas a casa,
mails en cadena y
sms al móvil, Cris consiguió juntar a sus
amigas de toda la vida. Esa noche le dio la sensación de que
nada había cambiado, parecía que el
tiempo se hubiera
detenido y volvía a verse con sus amigas en aquella
cafetería convertida ahora en una tienda de ropa de una multinacional tomando un
capuchino y charlando sin parar. También se veía en la
playa, tostándose al sol y jugando a las palas con
Ana. Y cómo no en aquel
bareto de mala muerte en el que trabajaba
Raúl, objeto de enfermizo deseo de
María. Ahora su marido.
Qué recuerdos aquellos…Cris se dio cuenta de que se había terminado la ensalada, pagó y se fue a casa.
Era su primer día en la gran ciudad.
Mónica había encontrado un trabajo que le permitiría por fin ser independiente y
salir del pueblo. Atrás quedaban la casa de sus padres, su trabajo a media jornada como
profesora de inglés y los pocos
amigos de la pandilla que habían resistido el deseo de emigrar a la ciudad. También quedaba atrás
Pedro quien se mostraba reacio a abandonar el
negocio familiar y por supuesto dejaba atrás el campo, al que tanto añoraría el resto de sus días. Había encontrado un
estudio bien de precio pero alejado del centro. Sus
pertenencias eran pocas, había decidido traerse lo
indispensable, lo demás quedaría en el pueblo en un intento por
permanecer en el recuerdo de aquellos que se quedaban. No sabía qué comer así que rebuscó en la bolsa que le había preparado su madre y sacó una de
las lechugas que ella misma había plantado en el
huerto familiar. También había tomates, queso, espárragos y atún. La manzana podría ayudar. Mónica decidió hacerse una
ensalada. Mientras masticaba un trozo de tomate
pensó en el futuro. Pintaba bien se dijo.