De lunes a viernes viajo al mundo subterráneo. Estoy allí dos largísimas horas, de 8.00 a 9.00 y de 19.00 a 20.00. El tiempo parece pasar muy despacio, como si las agujas del reloj se hubieran pasado comiendo y les costase mucho andar por una empinada cuesta hacia arriba.
La noche siempre es eterna y por si fuera poco huele muy mal, a una explosiva mezcla de humanidad y cloaca que alguna que otra vez me revuelve las tripas.
El mundo subterráneo está habitado por muchas, muchísimas personas. Unas caminan arrastrando los pies con paso cansado o quizá resignado, otras creen estar atravesando un tranquilo parque e incluso se atreven a acompañar su trotecillo con la lectura de un buen libro y otras, la mayoría, son seres afectados por una extraña enfermedad cuyos síntomas son la irritabilidad, la agresividad, la ausencia de educación y buenas formas y una enorme predisposición al empujón y a la carrera para ser el primero en sentarse.
El mundo subterráneo es un infierno donde la única regla que existe es la del más fuerte y donde las personas pasan a formar parte de un ejército de hormiguitas totalmente insignificantes. Como en el infierno también hace calor.
Odio el metro.